«Vine a aprender» Pedro Justo Berrío respondió esto cuando llegó al seminario y le preguntaron que a qué había ido.
A mí papá le debo el amor por los libros y a mi mamá el hábito del estudio. En mi hogar recibí una combinación de amor por las letras con una disciplina casi militar que desde siempre me ha impulsado a cumplir con el deber y a intentar hacer mi labor a tiempo y bien hecha.
Desde muy chiquito, mi mamá fue clave para mi desempeño académico. «¿Qué tareas tienes?», me preguntaba al llegar del colegio. «¿Cómo vas a programar entonces tu tarde?», continuaba. «¿Qué te hace falta de insumos o de libros?», me cuestionaba para ayudarme a planear.
Al terminar de comer algo, me daba un empujón cariñoso y ¡manos a la obra! Solo me apoyaba cuando me atrancaba con un problema matemático o cuando no encontraba cómo afrontar algún proyecto. De resto, me dejaba hacer, me daba vuelta de vez en cuando y aseguraba la calidad y finalización de mi trabajo. Así, tarde tras tarde, fue construyendo en mí la disciplina primero y con el tiempo el gusto por el trabajo bien hecho.
Una tarde, llegué del colegio y le conté, sentados en el sofá de la sala, qué tenía pendiente, lo que antes llamábamos, tan bellamente, nuestros «deberes». Ella me miró con calma, sonrió y dijo: «Hoy es el último día en el que te ayudo con las tareas, ya estás en quinto. Además, cada vez me acuerdo menos de las materias…», y siguió con sus cosas. Me quejé, pero ella, firme como siempre, cerró el tema con una de sus frases lapidarias: «Ya tienes el hábito del estudio, no me necesitas más».
Desde ese día supe que siempre estaría allí para mí pero que las tareas me tocaba hacerlas solo. Su rol como estímulo, docente complementaria, muleta de la pereza y aplazamiento de las ganas de salir había terminado para siempre. Con ella aprendí a empezar un trabajo cuando no me gustaba tanto, a culminar las tareas difíciles y, bella paradoja del estudio, a sacarle el gusto a los problemas resueltos en el álgebra de Baldor, a las buenas notas y a los aprendizajes científicos.
Esta revista no busca hablar de educación en abstracto. No se trata esta vez de analizar instituciones educativas, el «sistema», indicadores, becas o ayudas, sino de promover una conversación sobre la necesidad social y el imperativo moral de la disciplina del estudio para salir adelante como individuos y como sociedad. Queremos que, en Antioquia, en empresas y hogares, en barrios y veredas, recordemos el valor de la educación como un rasgo esencial de nuestra identidad. Mientras escribo esto recuerdo la pared de la sala de mi bisabuela María Orozco, orgullosamente cubierta con los diplomas de sus hijos, nietos y bisnietos.
Y es que uno puede llenar el país de becas y de cupos gratuitos de educación, abrir bibliotecas en cada barrio y, si estas oportunidades no se combinan con una ética del esfuerzo, un hábito de estudio riguroso, continuo, para toda la vida, toda esa plata y energía serán desperdiciadas. ¿Podemos cultivar en familia, en las empresas y en la sociedad el hábito y la disciplina del estudio como un rasgo identitario de nuestra sociedad? ¿Podemos complementar la lógica del derecho a la educación con llegar a clase a tiempo, entregar los trabajos y preparar los exámenes?
En esa ética del esfuerzo hay una alegría discreta que vale la pena reivindicar: esa chispa que aparece cuando sentimos que mejoramos, que la mente se afila con la repetición y que el aprendizaje, como todo lo valioso, se cocina a fuego lento. Angela Duckworth lo llamó pasión y perseverancia, una dupla más decisiva que el talento suelto o la inteligencia sin hábito. Por eso son importantes las rutinas, madrugar, leer, practicar, no como castigos, sino como puertas al placer profundo de comprender, de resolver, de pensar mejor. El esfuerzo y las oportunidades se complementan. Sin las oportunidades no es posible avanzar, pero es el esfuerzo el que nos prepara para reconocerlas y aprovecharlas cuando finalmente llegan.
Esa es la invitación que queremos hacer desde Comfama, donde hemos aprendido que la mentalidad y el compromiso del beneficiario de una beca o ayuda cataliza el progreso individual y potencia el impacto social de las inversiones en educación. Los libros no se leen solos, la gratuidad de la matrícula no garantiza la graduación ni mucho menos el aprendizaje.
Por eso, las historias de esta Revista Comfama buscan inspirar conversaciones, en salas de reunión o en la mesa del comedor, en plazas y parques, sobre la importancia de aprender con intención en un mundo cambiante, donde las empresas se transforman rápido y cada día trae un nuevo reto. Queremos recordar, como lo sugiere la anécdota del epígrafe sobre don Pedro Justo (quizás apócrifa, pero fiel al espíritu del gran dirigente antioqueño del siglo XIX), que uno no va solo a estudiar: debe poner de su parte, con disciplina y voluntad, para realmente aprender y salir adelante.
Esa es la invitación que queremos hacer desde Comfama, donde hemos aprendido que la mentalidad y el compromiso del beneficiario de una beca o ayuda cataliza el progreso individual y potencia el impacto social de las inversiones en educación
Por eso, las historias de esta Revista Comfama buscan inspirar conversaciones, en salas de reunión o en la mesa del comedor, en plazas y parques, sobre la importancia de aprender con intención en un mundo cambiante, donde las empresas se transforman rápido y cada día trae un nuevo reto.
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razon estudiareditorial514diciembre2025Suscríbete a nuestro boletín y mantente actualizado.
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